Sobre el atardecer camina un ciervo
mientras al sol la noche desposee.
El hocico del ciervo, malherido,
sangre derrama encima de las nubes.
Tiemblan las casas, crujen levemente,
mientras inquietos van sus habitantes
del espejo al balcón y, una vez más,
contemplan su mirada en los espejos.
Un ciervo a tales horas
corre el camino que ante el hombre pende,
devorando las hierbas luminosas
que alimentan los ojos.
Un ciervo abre sus fauces,
ciervo feroz de boca cotidiana,
que con los dientes rompe las cortinas
de la diaria luz, mientras derrama
sangre herida de sol en su camino.
Ángel Crespo
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