Alguien desea comer algo de pescado, y para ello, apaña un mango largo en cuyo extremo coloca un cebo que resulte atractivo para los peces. Así, cuando estos se acerquen y piquen, puede echar mano a un suculento bocado.
Quizás creías que estábamos hablando de Charles White, el hombre que inventó la caña de pescar en la Alemania de 1225, o a cualquiera de los deportistas y domingueros que decidieron imitarlo para poder comerse una trucha o alguna carpa. Pues no: el invento en cuestión ya lo llevaban explotando mucho tiempo atrás los pejesapos y otros peces de su familia, que poseen unos apéndices largos y carnosos que les salen de la parte delantera de la cabeza, y que terminan o bien en bultitos luminiscentes o bien en colgajos que parecen gusanos (¡y que agitan para que parezca que están vivos!). Estos señuelos hacen el mismo trabajo que las moscas y lombrices que los hombres colocan en sus anzuelos: les resultan irresistibles a otros peces, y cuando se acercan y se ponen a tiro, los que iban a comer se convierten en comida ¡Qué cosas!
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