EL MIRLO
Marzo anochece gris entre los olmos desnudos, aunque sobre la hierba, donde el asfodelo y el jacinto ya apuntan en sus tallos, están abiertas las corolas del azafrán, encendidas de color lo mismo que una mejilla fresca contra este aire punzante. Cerca, desde tal cima sin hoja o cual alero, echándose penas a la espalda, silba sentido e irónico algún mirlo.
Tiene su cantar ahora la misma ligereza sin cansancio ni sombra que tuvo a la mañana, y al recogerse tras la jornada volandera calla en su garganta la misma voz alegre de su despertar. Para él la luz del poniente es idéntica a la del oriente, su sosiego de plumas tibias ovilladas en el nido, idéntico a su vuelo de cruz loca por el aire, donde halla materia de tantas coplas silbadas. Desde el aire trae a la tierra alguna semilla divina, un poco de luz mojada de rocío, con las cuales parece nutrir su existencia, no de pájaro sino de flor, y a las cuales debe esas notas claras, líquidas, traspasando su garganta. Igual que la violeta llena con su olor el aire de marzo, el mirlo llena con su voz la tierra de marzo. Y equivalente oposición dialéctica, primaveral e inverniza, a la que expresa el tiempo en esos días, es la de pasión y burla que expresa el pájaro en esas notas.
Como si la muerte no existiera, ¿Qué puede importarle al mirlo la muerte?, como si ella con su flecha pesada y dura no pudiera pasarle, silba el pájaro alegre, libre de toda razón humana. Y su alegría contagiosa prende en el espíritu de quien oscuramente le escucha, formando con este espíritu y aquel cantar, tal la luz con el agua, un solo volumen etéreo.
Luis Cernuda